La música me hacía llorar

cuentos de sueño y de vigilia

e de elefante

La lluvia solo dejaba libre de goteras una esquina de la pequeña casa, justo la que quedaba entre la puerta de entrada y la máquina de coser, una Singer de la que nunca debí haberme desprendido. Hasta allí arrastraba mi madre la mesa camilla y, después de tapar con algunas toallas las ranuras inferiores de la puerta para que no entrase agua desde el corredor, me ponía por delante un cuaderno Rubio.

La música de fondo era el goteo en los cubos y barreños dispuestos en el resto de la casa. El agua así contaba el tiempo al ritmo que solo el propio tiempo marca, y se superponía al tic-tac absurdo del despertador de mi padre. Yo deseaba que lloviera tanto como para llenar, hasta rebosarlo, el baño de zinc en el que mi madre me sumergía cada sábado. Imaginaba que, de llenarse, podría nadar en el agua de lluvia, incluso imaginaba que, si se colmaban todos los recipientes y el agua inundaba la habitación y subía hasta el techo, podría bucear tranquilamente, sin miedo a las olas, no como en la playa.

La figura del elefante encabezaba la página en su lado derecho. Tenía la trompa hacia abajo y una especie de alfombra sobre el lomo; eso hacía que no se pareciera a la elefanta del zoológico, la que tanto sonreía y subía la trompa cada vez que echaba una de sus larguísimas y sonoras meadas. Puro asombro. Un poco más abajo, a la izquierda, una fila de letras «e» insinuadas con puntos se extendía bajo los pies del paquidermo como una delicadísima alfombra de encaje. Pasé el lápiz sobre cada letra mientras mi madre, planchando a mi lado, musitaba: «e de elefante, e de elefante, e de elefante…». En la siguiente línea otra estela de puntos trazaba, hasta cuatro veces, la palabra: «elefante elefante elefante elefante». Volví a pasar el lápiz, esta vez mucho más lentamente, procurando cubrir cada punto, no desviarme, afirmar los lazos que trenzaban la e con la l, la l con la e, la e con la f, la f con la a, la a con la n, la n con la t, la t con la e por fin.

La siguiente línea estaba en blanco. Ahora no tenía guía. Ahora no podía dibujar. Ahora debía escribir. Apreté con firmeza el lápiz sobre el papel y una brizna de carboncillo manchó la hoja. Era difícil. Escribí la palabra y, al terminar, murmuré asombrada: «elefante», ya sin mirar el dibujo de arriba, sino leyendo. «E-le-fan-te». Y en mi cabeza apareció una manada de elefantes, todos distintos entre sí, algunos corriendo, otros nadando por un mar sin olas que la lluvia había creado porque –imaginé- también podría escribir que el agua desbordaba los cubos y barreños y que yo buceaba por la habitación.


El buzo

Recordaba la frase de Rosa Luxemburgo que había citado Danuta,«todas las cosas que producen alegría me interesan»,y pensó que esa era la actitud correcta.(Bernardo Atxaga, El hombre solo)


La novela del hombre que no podía huir comenzaba contando cómo hace cuarenta mil años los habitantes de una cueva de Guipúzcoa, distante del Cantábrico más de veinte kilómetros, arriesgaban sus vidas para llegar hasta el mar y hacerse allí con unos moluscos de conchas de colores vistosos, los nassa reticulata, que utilizaban únicamente para adornarse.

Volví a pensar en los nassa reticulata muchos años después, al ver La escafandra y la mariposa, la película de Schnabel. Un hombre sufre un accidente cerebrovascular y durante meses, hasta que muere, solo puede mover su párpado izquierdo. La enfermera le propone un modo de comunicarse: ella deletrea el abecedario y él debe parpadear cuando llega a la letra acertada. Un parpadeo para decir sí, dos para decir no. Así llega a escribir un libro, a recordar lo que el accidente le había borrado de la memoria y a comprender su vida. Es estremecedor cómo el hombre recuerda su abrazo en la playa con su amante, tumbados en la orilla de una marea baja. Su amante no ha sido capaz de ir a verlo al hospital, pero un día se decide a llamar por teléfono; atiende la llamada la enfermera, que hace de "traductora" del hombre paralizado. La amante pregunta "¿Quieres verme?" El hombre va eligiendo las letras entre el recitado de la enfermera y responde: "Cada día te espero". El hombre sueña, o imagina, que es un buzo, siente su cuerpo enfundado en un aparatoso traje de buzo antiguo y su cabeza aislada en la escafandra, rodeado por el sonido irreal del fondo del mar. El buzo siente una sola emoción, una minúscula alegría, una mariposa en su pecho.

Recibí la llamada de Alex el día en que supe por tercera vez del buzo. Yo estaba en México y Teresa nos había organizado a un grupo de profesores una visita a Teotihuacán, la ciudad azteca. Subimos a la Pirámide del Sol, pero mientras que los demás recorrían la Calle de los Muertos camino de la Pirámide de la Luna, Teresa y yo, cansadas, nos quedamos a la sombra comprando algunas pulseras para nuestras hijas. «Tienes que reinventarte de nuevo», me dijo ella, que acababa de oír mis quejas por la soledad de los últimos meses. «Sí, tengo que ir a buscar nassa reticulata», le respondí, y le conté las historias de los hombres que no podían huir. «Hay otro buzo aquí, en Teotihuacán, vamos, te llevaré a verlo».

Los murales del palacio conservan casi intacto su color, tonos de rojo, azul, verde y amarillo. El buzo está pintado en la parte baja de una pared, casi a ras del suelo; sostiene en su mano izquierda una red y en la derecha una concha que intenta meter en la red, se mueve entre ondas de agua horizontales y diagonales y sus piernas se doblan como si nadara. Está solo y es evidente que en silencio, el silencio irreal del fondo marino, evocando, para quien quiera verlo, el locked in syndrom de la película de Schnabel, el encierro en sí mismo; representando a la vez la esperanza de nassa reticulata, la mariposa-molusco capturada en un mar lejanísimo.

El teléfono sonó a las cinco de la madrugada, mediodía en España. Alex se mostró preocupado, «hace mucho que no sé de ti». «Estoy en México. Ayer, o esta mañana, he estado en Teotihuacán, en un palacio hay un mural, hay un buzo pintado, un buzo pescando conchas, iban hasta el mar para buscar adornos, estamos a quinientos kilómetros del mar». No sé si entendió mi respuesta, pero preguntó: «¿Quieres que nos veamos cuando regreses?», y yo deletreé: «Cada día te espero».

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